¿Zimbabzuela?



Me gustaría enseñarles el camino al infierno para que se mantengan apartados de él”

Nicolás Maquiavelo

Discursos sobre la primera década de Tito Livio

No han sido pocos quienes, con mayor o menor acierto, con preocupación o sorna, han comparado la situación venezolana con la de Zimbabwe, país que hace algunos años también atravesó un feroz capítulo hiperinflacionario. 

Yo mismo en mis clases y en más de un artículo así lo he hecho. Y en efecto, estoy convencido de que son muchos los paralelismos, algunos muy evidentes, otros no tanto, más de uno realmente asombroso, todos provechosos a la hora de avizorar los posibles devenires y desenlaces que tome nuestro caso. 

El tema es que en estos días conversando con alguien a propósito de una entrevista, caímos en el tema Zimbabwe. Y luego de contarle más o menos la historia, esa persona me dijo no sin cierta molestia: “bueno está bien las historias se parecen bastante, pero la nuestra no tiene por qué necesariamente terminar así”. “Nunca he dicho eso -le contesté- lo único que he dicho es que en muchos aspectos se parecen igualito. Pero no está escrito en ninguna estrella que sean las mismas o acaben igual. Particularmente espero que no”, terminé diciéndole más a manera de conjuro que otra cosa. 

En fin, para poner por escrito ese conjuro, voy a echar aquí la historia del caso zimbabwense, tal y como la he estudiado en los últimos años. No voy a limitarme como hace la mayoría al tema de la hiperinflación. Voy a echar el cuento largo (que en realidad no lo es tanto), empezando por el conjunto de situaciones previas que llevaron a dicho capítulo a principios de este siglo, pasando por el capítulo hiperinflacionario propiamente tal, hasta llegar al presente. Narro los eventos en el orden cronológico en que se suscitaron. Eventos sobre los cuales existe amplia literatura y registros que pueden ser consultados por cualquiera. 

En la medida de lo posible, voy a intentar no decir cuáles son para mí los paralelismos entre los casos. Dejaré en manos de los lectores establecer los suyos, si los encuentran. Me parece más provechoso. Y en todo caso, como ya dije, algunos son bastante obvios. 

Zimbabwe: el alto precio a pagar por ser un país libre

Lo que actualmente llamamos Zimbabwe forma parte de lo que otrora fue un reino bantú que llevaba el mismo nombre, hasta que en el siglo XIX, en medio de la expansión del imperio británico, fue colonizada por Cecil Rhodes, un fundamentalista religioso fanático de los diamantes y la superioridad blanca. 

La gran riqueza agrícola y mineral de estas tierras atrajo a numerosos europeos, no solo británicos, quienes a sangre y fuego se impusieron como poder político, aun siendo minoría racial. En 1921, los blancos proclamaron la fundación de Rodesia del Sur, colonia autónoma cuyo nombre homenajeaba a Rhodes. 

Sin embargo, en 1953, en medio de los procesos de descolonización desatados tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los británicos crearon la Federación de Rodesia. En 1964, conceden la independencia a Rodesia del Norte, pero se la niegan a la Rodesia del Sur, a menos que se dieran garantías de que el Gobierno fuese elegido por sufragio universal. Por razones obvias, los blancos criollos se opusieron. No obstante, en 1965, os ingleses declararon unilateralmente la independencia de Rodesia del Sur, se promulgó una nueva constitución y adoptó el nombre de República de Rodesia. 

Pero en 1969, la minoría blanca votó en referéndum a favor de revertir todo y refundar una república gobernada por ella. Al año siguiente la declararon, lo que no fue reconocido ni por el Reino Unido ni por la ONU. Una violenta guerra civil se desató en consecuencia. Entre los bandos en pugna, por el lado de los nativos se encontraba la Unión Nacional Africana de Zimbabwe - Frente Patriótico (ZANU-PF), liderado por Robert Mugabe, un predicador religioso y docente graduado como economista en la Universidad de Londres. Este movimiento alcanzó el poder con los acuerdos de Lancaster House en 1979. Mugabe asciende a la presidencia en 1980.

Sin embargo, este final feliz de la descolonización en realidad no lo fue tanto. La misma se llevó a cabo sobre la base de un acuerdo histórico de graves implicaciones, ya que en contraprestación los británicos impusieron la norma no escrita de que si bien el Gobierno respondería a la regla de la mayoría –los negros–, la posesión de los medios de generación de riqueza (la tierra de uso agrícola y las minas) seguirían en manos de los blancos. Con este plomo en el ala nació la república “independiente” y las consecuencias no se hicieron esperar. 

Por otra parte, y esto es muy importante, Zimbabwe alcanzó su independencia en medio de un contexto económico mundial desventajoso: el de la llamada “década perdida” de los ochenta. No es un dato menor. La emergencia del neoliberalismo supuso la desregulación de los mercados financieros y el aumento en la tasa de interés por parte de la Reserva Federal, lo que por un lado ocasionó el desplome de los precios de los principales productos de exportación de los países periféricos, al tiempo que disparó los servicios de deuda y causó una espectacular fuga de capitales en sentido sur-norte. Aunado a ello, los ingleses incumplieron reiteradamente compromisos adquiridos en Lancaster House referidos al financiamiento para la compra de tierras para ser distribuidas. Ergo: la república naciente enfrentó de entrada un grave problema de flujo de caja, si bien se situaba sobre un suelo y subsuelos inmensamente ricos. Altamente endeudada, con precios de sus materias primas de exportación por el piso y con un régimen de propiedad tremendamente regresivo, el Gobierno de Mugabe no tenía muchas opciones a la mano.

Respondiendo a las tensiones populares, Mugabe dio inicio a un proceso de ocupación de tierras y su repartición a pequeños y medianos productores. Sin embargo, cediendo a las presiones internacionales, desmovilizó el proceso poco después. Como suele suceder en estos casos, el recule lejos de calmar los ánimos solo agregó leña al fuego. De un lado, los blancos lo interpretaron como una señal de debilidad, lo que los volvió más intransigentes, y en la medida en que dominaban el comercio y la producción, hicieron de estos su trinchera de lucha. Del otro, a lo interno del movimiento de liberación nacional, el recule generó rupturas, desencantos y persecuciones. De tal suerte, el “mugabismo” se dividió en dos: los que sostenían que era urgente llevar a cabo una redistribución de la riqueza para poner en marcha una estrategia de desarrollo endógeno-nacional, y los que sostenían que era crucial cumplir los acuerdos para ganar credibilidad de la comunidad internacional y obtener su indulgencia. A efectos de la dirigencia ganó esta última tendencia, quedando enterrada toda posibilidad de lo primero.   

Muere la revolución: nace el mugabismo

El mugabismo vivió un período de relativo esplendor en la segunda mitad de la década de los ochenta, gracias a sus acercamientos a China y a cierta indulgencia occidental dado el aplastamiento que hizo del ala más progresista del frente de liberación nacional, lo que incluyó más de una masacre. Pero, visto en perspectiva, fue una especie de calma antes de la verdadera tormenta. La caída de la URSS alteró todo el cuadro geopolítico mundial y las consecuencias para Zimbabwe no se hicieron esperar. Aislado y sin plata, el Gobierno de Mugabe abrazó el salvavidas de plomo del FMI. 

El neoliberalismo llegó a Zimbabwe como llegó a todos los demás países periféricos: promovido por el FMI y el BM. La aplicación de los programas de ajuste fueron justificados con la vieja premisa de la “falta de disciplina fiscal” causada por la “intervención populista del Estado en la economía”. Acto seguido, la austeridad y eliminación del déficit fiscal, expresados básicamente como reducción de todo “gasto” social, se impusieron como nuevas consignas. El mugabismo en el poder, prisionero de sus contradicciones y apetencias, se comió la receta completa. 

El cálculo de Mugabe y los suyos fue bastante lógico. Leyeron el momento histórico y, llegado un punto, entendieron que su sobrevivencia como factor de poder no implicaba necesariamente la de la revolución; que de hecho, sacrificar esta última era la condición de posibilidad de dicha sobrevivencia. Y exactamente así lo hicieron. “Soplaban vientos de cambio”, pensarían, para decirlo utilizando el título de la famosa canción de Scorpions que para entonces hizo de soundtrack del derrumbe del socialismo real. Conservaron la jerga de otras épocas, pero dejaron de ser lo que eran, si es que alguna vez lo fueron. Astucia de la historia, diría Hegel: el cerco internacional no provocó un cambio de Gobierno, ni siquiera un cambio de figuras dentro del Gobierno, pero cambió al Gobierno, programáticamente hablando. Mugabe encabezó la transición al Gobierno que él mismo representaba. Fue, primero, la encarnación de la revolución. Y luego, de su contraria. Él, que supo ser Robespierre, supo hacer también de Termidor. 

Y para ser honestos, les funcionó: Mugabe conservó el poder hasta 2018, cuando fue “derrocado” por su amigo y aliado de toda la vida, Emmerson Mnangagwa, actual presidente de Zimbabwe, quien le ganó el juego de tronos a Grace, exsecretaria y después esposa de Mugabe, aspirante a darle continuidad al clan. Un año después Mugabe murió, a medias de cáncer a medias de viejo, en un lujoso hospital de Singapur, al que solía ir a tratarse en su avión personal cuando no estaba en su mansión cumpliendo “arresto domiciliario”. 

En fin, con un Gobierno ya transformado, el caso es que a comienzos de la última década del siglo XX Zimbabwe estaba de rodillas frente la deuda externa y el FMI, que lo sometió a un brutal esquema de ajuste estructural. Como suele suceder, el ajuste generó un estado de conmoción interno, por lo cual las protestas proliferaron. Esto hizo que hacia finales de década el Gobierno de Mugabe retrocediera parcialmente desde sus posturas neoliberales, lo que provocó el enojo de los Estados Unidos, la UE y el FMI. A la par, desempolvó el repertorio de las expropiaciones de tierra y la reforma agraria, en especial buscando calmar los ánimos de los viejos veteranos de guerra que reclamaban las tierras prometidas y nunca entregadas. Aunque esta vez no fue tan fácil. Al empuje revolucionario de otrora lo había sustituido la pesadez de una dirigencia no solo corrupta sino desinteresada en avanzar sobre una repartición democrática de la tierra, entre otras cosas, porque ella misma formaba parte de los nuevos propietarios junto a los viejos blancos y las transnacionales mineras.

Pero Mugabe, que no era un tonto, ya había demostrado que saber mantenerse en el poder era lo suyo. Y en esta ocasión la astucia lo llevó a abrir un frente externo: se involucró en la segunda guerra del Congo, que condujo a la caída de Mobutu y la toma del poder por Kabila en 1997. Fue una válvula de escape eficaz, en el sentido que permitió movilizar recursos y distraer las pasiones nacionales por un buen rato. Pero tuvo un costo muy alto, tanto desde el punto de vista presupuestario como geopolítico. En 2001, se declaró en default ante el FMI. Y dos años después, en 2003, Estados Unidos, la Unión Europea y la propia ONU impusieron sanciones económicas al país, acusando a Mugabe de violar los derechos humanos de sus oponentes y de la minoría blanca. 

Y en eso apareció el demonio hiperinflacionario...

Justo al año siguiente de las sanciones, la hiperinflación comienza a manifestarse. A principios de 2004, el IPC supera el 600% mensual. A finales de 2008, las estadísticas oficiales reportaron la increíble cifra de 230 millones % mensual. Unas elecciones presidenciales no reconocidas por la comunidad internacional agravaron el panorama político, sumando incertidumbre en el económico. Sucesivos experimentos monetarios y cambiarios de las autoridades hicieron oscilar los precios vertiginosamente al alza o a la baja, con algunos períodos de estabilización, si bien la tendencia general era al alza. Aparecieron los billetes con montos estrafalarios, que recordaban las épocas de la hiperinflación alemana. Esto fue así hasta que finalmente en 2015 tomaron la decisión de eliminar la moneda oficial del país –el dólar zimbabwense– y adoptar oficialmente el dólar americano y el rand sudafricano, que convivían con cerca de diez monedas adicionales de uso diario extraoficial. Allí, entonces, la hiperinflación paró. Pero lo que no paró fueron los problemas económicos, tan solo se trasformaron.

De la esquizofrenia de los precios a la catatonia nacional

Cuenta la propaganda monetarista que Zimbabwe hizo bien en adoptar el dólar como moneda de curso legal. Y en sentido estricto, ello tuvo ciertamente el efecto de parar la corrida de precios. Las razones fueron básicamente dos: en primer lugar, el arbitraje entre las monedas desapareció. En segundo, la autoridad monetaria del país ya no pudo seguir emitiendo moneda, pues perdió toda facultad para ello: los dólares gringos solo los puede emitir la FED, el rand solo el banco central surafricano.

Ahora, la parte nunca contada de esta historia es que ambas cosas significan que el país que dolariza debe atenerse al circulante existente sin posibilidad de aumentarlo, a no ser vía exportaciones o vía endeudamiento. Y al tratarse Zimbabwe de una economía cuyo aparato productivo fue devorado por la hiperinflación, pero además sin propiedad nacional sobre sus recursos, las posibilidades de aumentar el circulante por esas vías eran prácticamente nulas. Tampoco podía endeudarse, pues, además de estarlo ya sobremanera, el bloqueo comercial y financiero no se lo permitía. La contracción monetaria -falta de dinero para las operaciones diarias- comenzó a hacer estragos.

La contracción monetaria empezó a manifestarse de dos maneras: como una feroz caída del consumo e, inmediatamente, como una deflación. La deflación es lo contrario de una inflación, es decir, no una subida sino una caída generalizada de los precios. Un error de apreciación puede llevarnos a pensar que se trata de una buena noticia. Pero las deflaciones pueden ser tan o más devastadoras que las hiperinflaciones. Y más difíciles de combatir. Como suelen ser expresión de una caída del consumo, la caída en las ventas genera pérdidas a los comerciantes y productores. Estos inicialmente bajan los precios en respuesta. Pero llegado un punto, se ven obligados a reducir costos. Y el primero de ellos es la mano de obra, es decir, comienzan a despedir trabajadores y/o bajar salarios. Al hacerlo todos a la vez se impacta la demanda agregada agravando el shock de la misma, por lo cual el círculo vicioso no hace más que alimentarse y la deflación se profundiza. 

Se cuenta que la escasez de circulante se hizo tan grave en Zimbabwe que los preservativos se usaban como medio de intercambio. En realidad, casi cualquier cosa se utilizaba para pagar, incluyendo dulces de repostería. Las sequías de 2016 hundieron aún más el PIB y las finanzas públicas, lo que agravó la falta de liquidez. Ese mismo año el Gobierno hizo un desesperado intento de reintroducir una moneda nacional llamada el dólar bono. Pero fue inmediatamente rechazado por el público que seguía optando por las monedas extranjeras, en especial para pagar los productos de contrabando que ingresaban al país dada la virtual desaparición de la industria local. La economía informal, ampliamente mayoritaria, tampoco aceptaba sino divisas.

Ya a partir de entonces la economía zimbabwense tomó con más fuerza la que sigue siendo su principal característica actual: cambió la inestabilidad y el agite vertiginoso de los años hiperinflacionarios, por una suerte de estado catatónico en el que el país todo va como perdiendo su biomasa nacional, mientras la población –la que no emigra– se ve obligada a resistir en un régimen de subsistencia, precariedad e informalidad. Solo una minoría ligada a los factores de poder de siempre y los recientes se libra de ello.

El país que se apaga

Para hacer más opresivo el cuadro, entre finales de 2018 y principios de 2019, Zimbabwe comenzó a sufrir de una severa escasez de combustibles. Imposibilitado de aumentar la oferta de los mismos, al Gobierno no se le ocurrió mejor idea que contraer la demanda, para lo cual se decidió aumentar en más de un 120% el diésel y un 130% la gasolina. El drástico aumento llevó inmediatamente a una jornada de protesta nacional que dejó un saldo de cerca de veinte muertos.

Y así fue que la hiperinflación retornó, al trasladarse el aumento de los combustibles exponencialmente por las estructuras de costos, desde los transportes hasta las mercancías finales. 

Acto seguido, el Gobierno decidió prohibir el uso de monedas extranjeras y relanzó el dólar de Zimbabwe nuevamente, hasta la fecha también sin éxito. Al haber abandonado la autoridad monetaria una vez, dejando que la “autorregulación” de las monedas extranjeras hiciera de las suyas, ya el Gobierno no puede recuperarla. Incluso las criptomonedas en algunos circuitos privilegiados son más populares.

Por si fuera poco, la sequía ha regresado en los úlimos tiempos, lo que ha afectado las cosechas e impuesto la necesidad de importar alimentos, todo un reto teniendo en cuenta que el país carece de recursos para importar. A la par, Zimbabwe está sufriendo, desde hace meses, severos racionamientos de energía eléctrica, en parte debido a la sequía y en parte al deterioro del parque generador y distribuidor eléctrico. Estos cortes duran hasta 18 horas al día y suponen millones de dólares al mes en pérdidas de producción. 

Aunque la población del país ha seguido creciendo y la emigración nunca fue un fenómeno exactamente masivo, entre los sectores más capacitados la fuga sí lo fue. Países como el Reino Unido, los Estados Unidos, Canadá, Sudáfrica y Botswana, han sido los destinos principales de la misma. Los flujos migratorios internos también son muy fuertes, dado que la población tiende a desplazarse buscando oportunidades constantemente. Esto ha derivado en un incremento de la migración irregular y el tráfico de personas, situación agravada por los aumentos de los combustibles que encarecieron el transporte. Entre algunas ciudades, relativamente cercanas, la gente se desplaza a pie a trabajar o a hacer diligencias, lo cual puede implicar pernoctar en la calle para muchos.

Políticamente hablando, Zimbabwe también permanece en un limbo. El mugabismo, ahora sin Mugabe, tiene 40 años en el poder. La oposición no existe, no tanto por la persecución sino por sus propias torpezas, entre ellas, apoyar unas sanciones que ya tienen 17 años sin debilitar al mugabismo, pero que sí han empobrecido mucho más al país. Los sindicatos son fuertemente reprimidos y la izquierda ha pagado cara su ambigüedad ante el mugabismo, aquella que ha sido ambigua, y la persecución sin piedad, aquella que lo ha enfrentado. 

Tras la llegada del coronavirus, el relator especial de la ONU sobre derecho a la alimentación ha alertado que Zimbabwe aumentó el riesgo de que más del 60% de su población caiga en hambruna. La alarma y la cuarentena forzada, en medio de un esquema con bancos cerrados, falta de efectivo generalizada, imposibilidad de importar, pero también de producir a lo interno dada la catatonía productiva, ha vuelto a disparar la especulación de precios sin ninguna capacidad del Estado para intervenir y regular la situación. El pronóstico del país es reservado. Con servicios cada vez más deficientes, sin energía eléctrica ni combustibles, sin circulante monetario ni industrias operativas, etc., la alternativa de muchos es concentrarse cada vez más en pequeñas economías de subsistencia. Las cuarentenas impuestas entre las fronteras impiden emigrar, y más bien ha regresado gente huyendo de la xenofobia desatada por la pandemia. Por suerte el coronavirus no se ha expandido entre la población. De pasar, la cosa podría terminar en una verdadera catástrofe.

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